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Una mirada al COVID desde la espiritualidad



Martes 26 de Mayo de 2020, 00:00

Dr. Julio Gómez
Grupo Espiritualidad SECPAL. Paliativista Hospital San Juan de Dios Santurtzi

 

«Tuvimos la experiencia, pero perdimos el sentido» (T.S. Elliot)

 

Avanzado mayo, las declaraciones oficiales nos hacen vislumbrar que aún nos queda mucho por vivir hasta que recuperemos eso que llamábamos «normalidad».

A todos nos ha cambiado la vida. Sin embargo, para muchas personas (hoy, 25 de mayo, ya hay identificados 235.400 casos en toda España y han fallecido 26.834 personas, por las cuales podemos estimar más de 107.000 en duelo) este tiempo ha supuesto un impacto especialmente importante en sus vidas. Se han visto abocadas a experimentar la enfermedad, el sufrimiento, la muerte y el duelo por sus seres queridos. Y todo ello, en unas condiciones que podríamos llamar traumáticas.

Por otro lado, hay otras personas, para las que no hay aún cifras, que han sido víctimas colaterales de la pandemia: las personas con enfermedades avanzadas. Todo esto, seguro, supondrá otro tipo de oleada del COVID que nos colocará en la necesidad de atender las secuelas de la pandemia.

Quienes trabajamos en el ámbito sanitario tampoco hemos quedado al margen de esta experiencia. La hemos vivido de un modo que podríamos decir «total». Pues la hemos afrontado en proximidad a todas esas personas contagiadas, en nosotros mismos, en nuestras familias y en nuestros compañeros. Además, la hemos vivido experimentando en muchos momentos las limitaciones personales y estructurales para poder desarrollar nuestra labor. Hemos vivido, en muchas situaciones, las limitaciones que la realidad imponía enfrentadas con nuestras más arraigadas convicciones sobre el modo humano de cuidar a las personas enfermas y dolientes. Como antes decía, pensando en la población general, también las personas que trabajamos en el ámbito sanitario vamos a necesitar apoyo para gestionar las secuelas de la pandemia en nosotros mismos.

En cuidados paliativos hemos afirmado la importancia de la dimensión espiritual en el cuidado de las personas. ¿Cómo nos puede ayudar en este momento esta mirada espiritual? ¿Puede el abordaje de lo espiritual, en todos los que hemos vivido esta experiencia, contribuir a que no perdamos el sentido?

En una de las primeras Guías de Acompañamiento Espiritual que desarrolló el Grupo de Espiritualidad de SECPAL, se decía que «por espiritualidad entendemos la aspiración profunda e íntima del ser humano a una visión de la vida y la realidad que integre, conecte, trascienda y de sentido a la existencia«.

Este itinerario espiritual que permite el afrontamiento del sufrimiento ha sido descrito por diferentes autores, y en todos ellos descubrimos unas características:

 Se trata de un proceso de evolución y cambio caracterizado por el crecimiento personal a través de fases de sufrimiento y distrés.

 Se llega a un momento de agotamiento y renuncia a mantener el control. Es el momento de la aceptación de la realidad, del abandono y de la entrega.

 Y al final se alcanza la comprensión de la experiencia y la construcción de una nueva identidad.

De modo esquemático, el itinerario discurre desde el «caos» a la «aceptación» y de ahí a la «transcendencia».

Este itinerario que parte de esa aspiración humana de dar un significado y sentido a la existencia y que el sufrimiento, el dolor, la muerte han trastocado y nos deja en ese «caos» que se refleja en las preguntas del por qué y para qué que tantos dolientes en diferentes momentos de nuestro vivir nos hemos hecho y nos haremos.

La experiencia del COVID, sin duda, nos ha sumido a todos en una forma de ese «caos», y en medio de él hemos luchado por no sucumbir al sufrimiento de las personas y al nuestro. Este nos pone ante el primer paso del camino. Reconocer la realidad que estamos viviendo, reconocer nuestro propio dolor y las heridas que nos hemos hecho. Permitirnos sentir. Reconocer estas emociones como propias. El miedo. La tristeza. El enfado.

En el caso de los profesionales, es incluso más importante poder hacer este reconocimiento: «soy un profesional y también tengo emociones».

Para poder hacer esto, necesitamos un lugar seguro en donde todo esto pueda aflorar sin que se nos juzgue por ello. Este lugar seguro tal vez lo podamos encontrar en un amigo, en un profesional. En cualquier caso, reconocer el caos es el punto de partida. Y adentrarse en él es el camino para sanar. Y poder llegar a «aceptar» la realidad.

Esta es hoy mi (nuestra) realidad. Nos toca vivirla. Y aunque a veces parece que lo inunda todo y que no hay nada más, somos mucho más que esta realidad. Nuestra vida es mucho más que lo que hoy estamos experimentando.

Es hora de reconocer cómo esta realidad impacta o ha impactado en nuestra conciencia, en nuestro proyecto vital, y también reconocer el conjunto de realidades que dan contexto a nuestra vida: nuestra familia y nuestros seres queridos, lo que es importante para nosotros, aquello a lo que damos valor y ha dado y da sentido a nuestra vida.

Es el momento de mirar, no sólo la amenaza que vivimos, sino también los recursos que tenemos para afrontarla.

Aquí tienen sentido preguntas por nuestra identidad. ¿Quién soy? Y ¿quién quiero ser? Y desde dónde la definimos. Desde mí o desde lo que otros esperan de mí. Desde lo que hago o desde lo que soy.

Si seguimos por este camino, nos iremos acercando a poder «aceptar» esta realidad. A ir dejando el «caos» para abrirnos a un nuevo momento.

La «aceptación» que proviene de ese camino de adaptación. Donde acepto que no puedo controlarlo todo. Donde acepto que la vida no la domino. Y que muchas de las cosas que me ha tocado vivir quedaban fuera de mi control. Que si de mí hubiese dependido, lo hubiera hecho distinto. Que la vida de los que son importantes para mí, aquellos a quienes amo, no depende de mi.

Esta aceptación nos coloca ante el reto de la esperanza. Y también nos confronta con su reverso, cuando nos hacemos conscientes de que lo que se fue no volverá. Sin embargo, es oportuno preguntarnos: ¿Qué es lo opuesto a la esperanza?

De un lado, tenemos la idea de «desesperación», que nos quita la energía y la vitalidad y nos sumerge en un estado de apatía. Por otro, la «desesperanza», que también se opone a la apatía y que, aunque estamos convencidos de que aquello que esperamos no se podrá alcanzar, seguimos en posesión de la energía y vitalidad para mirar al futuro, buscar soluciones o nuevos objetivos con los que conectarnos.

Y es que mientras hay esperanza hay espacio para un futuro diferente del esperado inicialmente. Mientras hay esperanza, hay vida.

Podría parecer que, llegados a este punto de la aceptación, ya hemos acabado nuestro viaje; sin embargo, aún nos queda el camino para construir ese futuro diferente al esperado. A este itinerario lo llamamos «transcendencia».

Sin embargo, ¿qué es la transcedencia? O, de un modo más operativo, ¿qué es transcender? Voy a recurrir a Víktor Frankl para aproximarme a esta definición.

Cuando nos enfrentamos a un destino que no podemos cambiar, estamos llamados a dar lo mejor de nosotros mismos, elevándonos por encima de nosotros mismos y creciendo más allá de nosotros mismos; es decir, a través de la transformación de nosotros mismos.

Es posible que desde nuestro momento actual, más cercano todavía al caos que a la aceptación, oír hablar de transcendencia nos quede muy lejos, y puede que creamos que no podemos llegar y, sin embargo, muchos hemos sido testigos de experiencias similares en las personas que hemos acompañado y que, como tantas veces hemos afirmado, han sido nuestros maestros. Hemos visto reconciliaciones imposibles. Hemos visto morir en paz tras vidas de una gran lucha. Hemos visto expresiones de amor en medio del sufrimiento.

En medio de estas experiencias, el caos vivido ha encontrado sentido y ha sido transcendido.

La pandemia ha evolucionado. Se habla de fases de desescalada. De «nueva normalidad». Pero corremos el riesgo del que nos alertaba T.S. Elliot. «Tuvimos la experiencia, pero perdimos el sentido». Nuestras ganas de dejar atrás lo vivido pueden encontrar una salida en falso de este viaje que iniciamos. Y al final, perder la oportunidad de aprender, de crecer, de transformarnos y así transformar nuestra sociedad y nuestro mundo.

Y descubrir que lo importante no era hacer, sino ser. No era trabajar, sino vivir. Que la clave no era la autosuficiencia, sino la interdependencia. Que no se trataba de sobrevivir, sino de vivir. Que el objetivo no era alargar la vida, sino ensancharla. Que lo que nos une a todos los seres humanos es la vulnerabilidad. Y que este reconocimiento hace posible una humanidad compartida. Y el cuidar. Cuidarnos unos a otros, a nosotros mismos y a esta tierra que habitamos. Cuidar es el principal compromiso humano.

Ojalá que, en las lecturas que hagamos de lo vivido, no nos olvidemos de la dimensión espiritual. Sólo así podremos superar algunas de las secuelas que tendremos que atender y prevenir futuras crisis desde su raíz.

Quienes nos dedicamos a los cuidados paliativos hemos sido los que más hemos reivindicado esta dimensión en la atención de las personas. Y ahora estamos llamados a no olvidar este análisis. A no perder la oportunidad que la vida nos ofrece de ahondar en la búsqueda de sentido y poder concluir la estrofa del poema de T.S. Elliot:

«Tuvimos la experiencia, pero perdimos el sentido. Y acercarse al sentido se restaura la experiencia».


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